III Domingo de Pascua

Ciclo C

4 de mayo de 2025

“Nosotros somos testigos”, dicen Pedro y los otros apóstoles. “Nosotros… y el Espíritu Santo, que Dios ha dado a los que lo obedecen”. A una sola voz, la profesión de fe se anuncia. Es el resultado de la acción del Espíritu, don del Resucitado, y del compromiso generoso de los discípulos. Y la confesión corresponde a la adoración: Todas las creaturas, en la visión del Apocalipsis, decían: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos”. La respuesta que se señala de los cuatro vivientes es la misma que conviene también a la profesión de fe: un vigoroso “Amén”. Profesar como testigos y adorar como creyentes son acciones propias de nuestra identidad cristiana. Lo que hemos conocido nos mueve interiormente al recogimiento y a la alabanza, y al mismo tiempo a la franca declaración pública y al estilo de vida propio de quien ha conocido al Señor. Y todo esto lo rubricamos con la convicción que es al mismo tiempo respuesta de fe: “Amén”.

En el Evangelio, Pedro recorre personalmente un camino que le exige revisar su experiencia de discípulo, y confirmar su respuesta. No podía olvidar que junto al lado de Tiberíades se había encontrado al principio con Jesús. Y una secuencia entrañable y confrontadora de experiencias lo había llevado a una generosidad arrebatada. Sin embargo, en el momento crítico de la Cruz, tal como el mismo Señor se lo había advertido, lo negó tres veces. Ahora su vida parece sintetizarse en la frustración de una noche de pesca sin resultados. Los compañeros eran los mismos que a lo largo del camino habían formado un nuevo núcleo de seguidores de Jesús. Y de pronto, como en el inicio, su presencia bendita amanece para ellos. Primero como una voz, interpelándolos. Luego como una indicación, que transformaría todos los esfuerzos inútiles en éxito. Y después el reconocimiento, propio del amor. En efecto, es el discípulo a quien amaba Jesús quien le dijo a Pedro: “Es el Señor”.

Las acciones de Pedro se delinean en precisos trazos: se anudó a la cintura la túnica; se tiró al agua; y enseguida, subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red, repleta de pescados grandes. En su figura vemos la celeridad del que quiere llegar cuanto antes al encuentro del Señor, y al mismo tiempo el que no deja de ocuparse de sus responsabilidades. A esta diligencia se le ha adelantado la solicitud del Señor, quien ya había dispuesto unas brasas y sobre ellas un pescado. Y los invitó a almorzar. Gestos sencillos, cercanos, delicados, de enorme elocuencia, conmovedores. De amigos. De familia. De plena confianza. Que preparan para Pedro el momento también de la confirmación en el discipulado y en el apostolado. El diálogo llevará a la confirmación del amor y de la confianza. Emergería, sin duda, la tristeza de las traiciones, pero se impondría la primacía de la relación. “Sígueme”, es lo último que dice el Señor. Ya con el horizonte incluso del último testimonio, el de la muerte. “Cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras”. Con ello, sin embargo, lo que se ratificaba era que su muerte sería también para dar gloria a Dios.

En el centro del diálogo, el amor. Porque no puede haber seguimiento, ni apostolado, ni ministerio, sin amor. Tres preguntas, con matices que acaso se nos escapan, pero que en todo caso manifiestan el núcleo del discipulado. Preguntas que el Señor nos sigue haciendo. A cada uno de nosotros y a toda la Iglesia. Y que esperan una respuesta sincera, humilde, entregada. El Señor no ignora nuestra disposición. Pero no suple nuestra libertad. Nos invita a dar nuestra voz, a involucrar nuestra palabra, a lanzarnos, sin ignorar las limitaciones. La palabra de nuestro amor es vital y necesaria. Y al Señor le agrada escucharla, pues no deja de confirmarnos en su cercanía. Tendrá para nosotros los gestos delicados del almuerzo, sin escatimar las advertencias del esfuerzo. Pero el tono final del encuentro es siempre el del amor profundo, la adoración intensa, que alcanza el poder del testimonio y la entrega vital.

Testigos y adoradores, repetimos con amor: “Amén”. La Pascua mantiene la sencillez de los signos. Pero en ellos está contenido el sentido del universo y de nuestras propias existencias. Y lo que descubrimos, más allá de toda limitación, es el proyecto inabarcable de un amor que se nos ha adelantado, y que nos ha hecho capaces también de amar, de amar espiritualmente, de amar con toda el alma, de amar haciendo arder la carne en la consagración de todos los instantes. Y deseamos repetirlo hoy, como confesión orante. Tú eres, Jesús, nuestro Señor. Tú, vencedor de la muerte, que te entregaste en la Cruz por nuestra salvación, y que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Lectura

Del libro de los Hechos de los Apóstoles (5,27-32.40-41)

En aquellos días, el sumo sacerdote reprendió a los apóstoles y les dijo: “Les hemos prohibido enseñar en nombre de ese Jesús; sin embargo, ustedes han llenado a Jerusalén con sus enseñanzas y quieren hacernos responsables de la sangre de ese hombre”. Pedro y los otros apóstoles replicaron: “Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes dieron muerte colgándolo de la cruz. La mano de Dios lo exaltó y lo ha hecho jefe y salvador, para dar a Israel la gracia de la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de todo esto y también lo es el Espíritu Santo, que Dios ha dado a los que lo obedecen”. Los miembros del sanedrín mandaron azotar a los apóstoles, les prohibieron hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Ellos se retiraron del sanedrín, felices de haber padecido aquellos ultrajes por el nombre de Jesús.

Salmo Responsorial (Sal 29)

R/. Te alabaré, Señor, eternamente. Aleluya.

Te alabaré, Señor,
pues no dejaste que se rieran de mí mis enemigos.
Tú, Señor, me salvaste de la muerte
y a punto de morir, me reviviste. R/.

Alaben al Señor quienes lo aman,
den gracias a su nombre,
porque su ira dura un solo instante
y su bondad, toda la vida.
El llanto nos visita por la tarde;
por la mañana, el júbilo. R/.

Escúchame, Señor, y compadécete;
Señor, ven en mi ayuda.
Convertiste mi duelo en alegría,
te alabaré por eso eternamente. R/.

Del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan (5,11-14)

Yo, Juan, tuve una visión, en la cual oí alrededor del trono de los vivientes y los ancianos, la voz de millones y millones de ángeles, que cantaban con voz potente: “Digno es el Cordero, que fue inmolado, de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”. Oí a todas las creaturas que hay en el cielo, en la tierra, debajo de la tierra y en el mar –todo cuanto existe–, que decían: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos”. Y los cuatro vivientes respondían: “Amén”. Los veinticuatro ancianos se postraron en tierra y adoraron al que vive por los siglos de los siglos.

R/. Aleluya. Ha resucitado Cristo, que creó todas las cosas y se compadeció de todos los hombres. R/.

Del santo Evangelio según san Juan (21,1-19)

En aquel tiempo, Jesús se les apareció otra vez a los discípulos junto al lado de Tiberíades. Se les apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás (llamado el Gemelo), Natanael (el de Caná de Galilea), los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: “Voy a pescar”. Ellos le respondieron: “También nosotros vamos contigo”. Salieron y se embarcaron, pero aquella noche no pescaron nada. Estaba amaneciendo, cuando Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no lo reconocieron. Jesús les dijo: “Muchachos, ¿han pescado algo?” Ellos contestaron: “No”. Entonces él les dijo: “Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán peces”. Así lo hicieron, y luego ya no podían jalar la red por tantos pescados. Entonces el discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro: “Es el Señor”. Tan pronto como Simón Pedro oyó decir que era el Señor, se anudó a la cintura la túnica, pues se la había quitado, y se tiró al agua. Los otros discípulos llegaron en la barca, arrastrando la red con los pescados, pues no distaban de tierra más de cien metros. Tan pronto como saltaron a tierra, vieron unas brasas y sobre ellas un pescado y pan. Jesús les dijo: “Traigan algunos pescados de los que acaban de pescar”. Entonces Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red, repleta de pescados grandes. Eran ciento cincuenta y tres, y a pesar de que eran tantos, no se rompió la red. Luego les dijo Jesús: “Vengan a comer”. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres?”, porque ya sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio y también el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos. Después de comer le preguntó Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”. Por segunda vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Él le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Pastorea mis ovejas”. Por tercera vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Pedro se entristeció de que Jesús le hubiera preguntado por tercera vez si lo quería y le contestó: “Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas. Yo te aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras”. Esto se lo dijo para indicarle con qué género de muerte habría de glorificar a Dios. Después le dijo: “Sígueme”.